La Agüita de Liborio
Después de dar su paso por la calvario de Liborio, muchos peregrinos siguen su camino hacia El Naranjal, un manantial sagrado conocido como La Agüita de Liborio Mateo. No es un agua cualquiera: es una fuente de sanación, liberación y renacer espiritual. “La gente va con fe,” dice Carmen de la Rosa, la misionera del calvario “se tiran su agua, y con esa fe reciben su sanidad.”
Allí, el agua limpia el cuerpo y purifica el alma. Fue en ese mismo lugar donde Papá Liborio, según cuenta la tradición, bañaba y curaba a quienes llegaban con todo tipo de dolencias. Aquel que iba con fe, salía sanado.
Imagen de la Reina Anacaona en su altar en La Agüita
Carmen explica que allí viven la India Anacaona, el Rey Caonabo y el Rey del Agua, que gobiernan las aguas y protegen a los caminantes. Cuando se realiza el baño ritual, se les invoca con cantos: “Que venga Anacaona, que venga Caonabo, que venga el Rey del Agua a dar ese bautismo.”
Dulces como ofrendas en el altar de Anacaona
Anacaona, en particular, se manifiesta en una forma muy especial: como una jaiba. “Cuando la gente va y no ve esa jaiba, no se sienten bien,” nos dice Carmen. “Esa jaiba que sale es Anacaona. Si no les sale, dicen que ella no está allí.” Para muchos, verla es confirmación de que sus ruegos han sido escuchados; es presencia viva, ancestral, que se revela desde el fondo del agua para dar su bendición.
Ofrendas antes de entrar La Agüita
Después de recibir la bendición en el altar, comenzamos nuestro descenso hacia la agüita. A la entrada, nos recibe un gran montículo de piedras; cada una, una oración silenciosa, una promesa, un recuerdo dejado por alguien que pasó antes. Con velas en mano, bajamos lentamente por una escalera serpenteante, tallada por el tiempo y la devoción.
El sendero se abre a un claro verde y frondoso, donde un árbol de ceiba majestuosa se alza como guardiana. Con siglos de vida, sus raíces abrazan la tierra con fuerza ancestral, sosteniendo el suelo bajo nuestros pies, testigo de todo lo que ha ocurrido y de todo lo que aún está por venir. En la cosmovisión taína, la ceiba es un puente entre mundos. Sus ramas tocan el cielo, sus raíces alcanzan el mundo subterráneo, y su tronco sostiene el plano humano. De este modo, la ceiba funcionaba como un lugar de comunicación con los ancestros y los cemíes, los espíritus sagrados que habitan en piedras, árboles y objetos tallados.
A los pies de la ceiba reposa un altar, envejecido pero vivo, que recuerda al de la casa de Carmen. Allí descansan imágenes de santos, ofrendas y símbolos sagrados. En el centro, firme e inamovible, está la imagen de Papá Liborio; vigilante, eterno, corazón palpitante de este lugar sagrado.
Se nos acerca el guardiana de La Agüita, Andrés Medina Luciano, que ofrece una oración y entona un canto en honor a Liborio. Al invocar su nombre, un viento fuerte atraviesa La Agüita, como si el espíritu mismo de Liborio respondiera al llamado. El cielo ruge con un trueno ensordecedor y nos apresuramos hacia una pequeña estructura ceremonial para refugiarnos bajo su techo. El viento aúlla entre los árboles, quebrando ramas, derribando troncos, como si abriera camino o viniera a entregar un mensaje; el cielo y la tierra uniéndose en un solo rezo.
Cuando la tormenta por fin se calma, Andrés no pierde un instante. Toma una escoba hecha a mano y comienza a barrer el agua acumulada dentro de la estructura. Con casi noventa años, levanta su machete con la fuerza de alguien mucho más joven y, con movimientos seguros, corta ramas, recoge escombros y aparta los árboles caídos del camino. Su cuerpo se mueve con la firmeza de quien ha hecho esto toda la vida.
Andrés en frente de un mural de Liborio en La Agüita
Hay algo profundamente conmovedor en su entrega. Su devoción se expresa en cada gesto y cada palabra. Andrés cuida este lugar; lo honra, lo defiende, lo mantiene vivo. Su presencia es testimonio de un compromiso espiritual que no necesita explicación, solo acción. En su silencio y en su sudor, se manifiesta el amor por Liborio, por la tierra, por la fe que lo sostiene desde hace décadas. Él es parte del altar, parte del bosque, parte del rezo que aún flota en el aire húmedo tras la tormenta.
Con un gesto suave, llega nuestro turno de bañarnos en La Agüita. Yo soy la primera.
“Ven conmigo, negra,” dice uno de los cuidadores del lugar. “Asegúrate de tomar tres sorbos de agua mientras oras. Da gracias a Liborio, Anacaona, Caonabo y al Rey del Agua.” Entro en La Agüita, rodeada por un pequeño muro que resguarda la intimidad del ritual. Me quito la ropa. Ahora soy solo yo, los árboles, el agua que corre, y unas gallinas sueltas. Me adentro lentamente en el estanque, alimentado por un chorro de agua que brota de entre las piedras. El trueno de la tormenta que ya pasó aún retumba a lo lejos, y pequeñas gotas de lluvia siguen cayendo suavemente a mi alrededor. Diviso la cueva de Anacaona, y a cuatro patas, con humildad, me acerco a su altar. Está decorado con velas y dulces; abejas revolotean, alimentándose de su dulzura. La dulzura, principio fundamental de la espiritualidad taína, se siente viva aquí. No veo la jaiba, pero no necesito su manifestación física para saber que ella está presente. Rezo en silencio, tomo mis tres sorbos de agua, y doy gracias.